miércoles, 22 de septiembre de 2010

La educación, el maestro y su función en la sociedad

La educación,  el maestro y su función en la sociedad.


Profr Alberto Cortés Hernández.
1.     Definiendo a la educación.
La palabra educación se ha empleado algunas veces en un sentido muy extenso para designar el conjunto de la influencia que la naturaleza o los otros hombres pueden ejercer, ya sobre nuestra inteligencia, o sobre nuestra voluntad.
Comprende, dice Stuart Mill, todo lo que hacemos nosotros mismos y todo lo que los demás hacen por nosotros con objeto de acercarnos a la perfección de nuestra naturaleza. En su acepción más amplia, comprende hasta los efectos indirectos producidos sobre el carácter y sobre las facultades del hombre por medio de cosas cuyo objeto es completamente distinto; por medio de las leyes, de las formas de gobierno, de las artes industriales y hasta de los hechos físicos independientes de la voluntad del hombre, tales como el clima, el suelo y la situación local.
Pero esta definición comprende hechos completamente desasociados y que no pueden reunirse bajo un mismo nombre sin exponerse a confusiones. La acción de las cosas sobre los hombres es muy diferente a lo que proviene de los hombres mismos; y la acción de los contemporáneos difiere de la que los adultos ejercen sobre los más jóvenes. Sólo ésta última nos interesa aquí, y, por lo tanto, a ella conviene concretar la palabra educación.
Pero ¿en qué consiste esta acción sui generis? Se han dado contestaciones muy diferentes a esta pregunta; pueden reducirse a dos tipos principales.
Según Kant, el objeto de la educación es desarrollar en cada individuo toda la perfección de que es susceptible. Pero ¿qué debe entenderse por perfección? Es, se ha dicho muchas veces, el desarrollo armónico de todas las facultades humanas. Llevar al punto más elevado que pueda alcanzarse todas las potencias que residen en nosotros, realizadas tan completamente como sea posible, pero sin que se perjudiquen las unas a las otras,
Pero si,  este desarrollo armónico es, necesario y deseable, no es integralmente realizable; porque entra en contradicción con otra regla de la conciencia humana que no es menos imperiosa: la que nos ordena consagramos a una tarea especial y restringida. No podemos y no debemos consagrarnos todos al mismo género de vida; tenemos, según nuestras aptitudes, funciones distintas que desempeñar, y hace falta que nos pongamos a tono con la que nos incumbe. No todos estamos hechos para meditar; hacen falta hombres de sensación y de acción. Inversamente, hacen falta otros que tengan como función el pensar. Ahora bien, el pensamiento no puede desarrollarse más que desligándose del movimiento, recogiéndose en sí mismo, apartándose de la acción exterior el sujeto que se le consagra por completo. De ahí una primera diferencia que no puede dejar de producir una ruptura de equilibrio y, a su vez, la acción, lo mismo que el pensamiento, es susceptible de tomar una cantidad de formas diferentes y especiales. Sin duda, esta especialización no excluye un cierto fondo común y, por tanto, un cierto equilibrio de las funciones, lo mismo orgánicas, mentales y sentimentales, sin las cuales la salud del individuo quedaría comprometida, al mismo tiempo que la cohesión social. No es por ello menos cierto que una armonía perfecta no puede presentarse como fin último de la conducta y de la educación.
Tocamos con esto a la censura general en que incurren todas estas definiciones. Parten del postulado de que hay una educación ideal, perfecta, que vale para todos los hombres indistintamente; y es esta educación, universal y única, la que el teórico trata de definir. Pero, en primer lugar, si se considera la historia, nada se encuentra en día que confirme semejante hipótesis, La educación ha variado infinitamente según los tiempos y según los países En las ciudades griegas y latinas, la educación preparaba al individuo para subordinarse ciegamente a la colectividad, para llegar a ser la cosa de la sociedad. Hoy día trata de hacer de él una personalidad autónoma. En Atenas se pretendía formar espíritus delicados, discretos, sutiles, enamorados de la medida y de la armonía, aptos para saborear lo bello y los goces de la pura especulación; en Roma se pretendía, antes que nada, que los niños se hicieran hombres de acción, apasionados por la gloria militar, indiferentes a lo que concierne a las letras y a las artes.
En la Edad Media la educación era, ante todo, cristiana; en el Renacimiento toma el carácter más laico y más literario; hoy día la ciencia tiende a tomar el lugar que antiguamente tenía el arte en la educación.
¿Se dirá que el hecho no es el ideal; que si la educación ha variado es porque los hombres se han equivocado sobre lo que ella debía ser? Pero sí la educación romana hubiera tenido impreso un individualismo comparable al nuestro, la ciudad romana no habría podido mantenerse; la civilización latina no habría podido constituirse ni, por consiguiente, nuestra civilización moderna, que, en parte, deriva de ella. Las sociedades cristianas de la Edad Media no habrían podido vivir si hubieran dado al libre examen el lugar que le damos nosotros hoy en día. Hay, pues, en todo ello necesidades inevitables de las cuales es imposible abstraerse. ¿Para qué puede servir el imaginarse una educación que sería mortal para la sociedad que la pusiese en práctica?
Pero, de hecho, cada sociedad, considerada en un momento determinado de su desarrollo, tiene un sistema de educación que se impone a las gentes con una fuerza generalmente irresistible.
Es inútil creer que podemos educar a nuestros hijos como queremos. Hay costumbres con las que estamos obligados a conformarnos; si las desatendemos demasiado, se vengan en nuestros hijos. Estos, una vez adultos, no se encuentran en estado de vivir entre sus contemporáneos, con los cuales no se hallan en armonía.
Que se les haya educado según ideas demasiado arcaicas o demasiado prematuras, no importa; en un caso o en otro, no son de su tiempo, y, por tanto, no se encuentran en condiciones de vida normal. Hay, pues, en cada momento del tiempo, un tipo regulador de educación, del cual no podemos apartarnos sin chocar con resistencias vivas, que contienen las veleidades de disidencias.
Ahora bien, las costumbres y las ideas que determinan este tipo no somos nosotros, individualmente, quienes las hemos hecho. Son producto de la vida en común, y expresan sus necesidades. Hasta son, en su mayor parte, obra de las generaciones anteriores.
Cuando se estudia históricamente la manera cómo se formaron y se desarrollaron los sistemas de educación, nos damos cuenta de que dependen de la religión, de la organización política, del grado de desarrollo de las ciencias, del estado de la industria, etc. Si los separamos de todas estas causas históricas, quedan incomprensibles. ¿Cómo, entonces, puede pretender el individuo reconstruir, por el solo esfuerzo de su reflexión privada, lo que no es obra del pensamiento individual? No se halla frente a una tabla rasa sobre la cual pueda edificar lo que le plazca, sino frente a realidades existentes, que no puede ni crear ni destruir, ni transformar a su gusto. No puede actuar sobre ellas más que en la medida en que ha aprendido a conocerlas, en que sabe cuál es su naturaleza y las condiciones de que dependen; y no puede llegar a saberlo sino yendo a su escuela, empezando por observarlas, como el entrenador observa a sus jugadores.
2.  Definición de la educación.
Para definir la educación hace falta, pues, considerar los sistemas educativos que existen o que han existido, relacionarlos, separar los caracteres que les son comunes. La reunión de estos caracteres constituirá la definición que buscamos.
De pasada hemos determinado ya dos elementos. Para que haya educación, es necesario que estén en presencia una generación de adultos y una generación de jóvenes, y una acción ejercida por los primeros sobre los segundos. Queda por definir la naturaleza de esta acción.
No hay, como quien dice, ninguna sociedad en la cual el sistema de educación no presente un doble aspecto: éste es, a la vez, uno y múltiple.
Es múltiple. En efecto; en un sentido puede decirse que hay tantas clases de educación distintas en esa sociedad como medios distintos. ¿Se halla ésta formada por clases sociales? La educación varía de una clase a otra; la de los patricios no era la de los plebeyos. Lo mismo, en la Edad Media ¡Qué separación entre la cultura que recibía el joven paje, instruido en todas las artes de la caballería, y la del villano, que iba a aprender a la escuela de su parroquia algunos escasos elementos de cálculo, de canto y de gramática! Todavía hoy, ¿no vemos variar la educación con las clases sociales y hasta con los medios especiales? La de la ciudad no es la del campo, la del burgués no es la del obrero. ¿Se dirá que esta organización no puede justificarse moralmente; que no puede verse en ella más que una supervivencia destinada a desaparecer?
La tesis es fácil de defender. Es evidente que la educación de nuestros hijos no debería depender del acaso, que les hace nacer aquí o allá, de tales o cuales padres. Pero aunque la conciencia moral de nuestro tiempo hubiese recibido, en este particular, la satisfacción que espera, no por ello la educación se haría más uniforme. Aun dado que la carrera de cada niño dejase de estar, en gran parte, predeterminada por una herencia ciega, la diversidad moral de las profesiones no dejaría de arrastrar consigo una gran diversidad pedagógica.
Cada profesión, en efecto, constituye un medio sui generis que reclama aptitudes particulares y conocimientos especiales, en las que predominan ciertas ideas, ciertas costumbres, ciertas maneras de ver las cosas; y como al niño se le debe preparar en vista de la función qué será llamado a desempeñar, la educación, a partir de una cierta edad, ya no puede seguir siendo la misma para todos los sujetos a quienes se aplica. Por esto es por lo que vemos a todos los países industrializados tendiendo cada día más a diversificarse y a especializarse; y esta especialización se hace cada día más precoz más pronta.
Para encontrar una educación absolutamente homogénea e igualitaria haría falta que nos remontásemos hasta nuestras sociedades prehistóricas, en el seno de las cuales no existe ninguna diferenciación; y aun esta clase de sociedades no representa más que un momento lógico en la historia de la humanidad.
En el curso de nuestra historia se ha venido constituyendo un conjunto de ideas sobre la naturaleza humana, sobre la importancia respectiva de nuestras diferentes facultades, sobre el derecho y sobre el deber, sobre la sociedad, sobre el individuo, sobre el progreso, sobre la ciencia, sobre el arte, etcétera, que están en la base misma de nuestro espíritu nacional; toda educación, lo mismo la del rico que la del pobre, la que conduce a las carreras liberales como la que prepara para las funciones industriales, tiene por objeto fijarlas en las conciencias.
Resulta de estos hechos que cada sociedad se forma un cierto ideal del hombre, de lo que éste debe ser, tanto desde el punto de vista intelectual como físico y moral; que este ideal es, hasta cierto punto, el mismo para todos los ciudadanos; que a partir de cierto punto se diferencia según medios particulares que toda sociedad lleva en su seno. Es este ideal, a la vez uno y diverso, lo que constituye el polo de la educación. Este tiene, pues, por función suscitar en el niño: primero, un cierto número de estados físicos y mentales que la sociedad a la que pertenece considera como no debiendo estar ausentes en ninguno de sus miembros; segundo, ciertos estados físicos y mentales que el grupo social particular (casta, clase, familia, profesión) considera igualmente como debiendo encontrarse en cuantos lo forman.
Así, son la sociedad, en su conjunto, y cada medio social particular, quienes determinan ese ideal que la educación realiza. La sociedad no puede vivir si entre sus miembros no existe una suficiente homogeneidad: la educación perpetúa y refuerza esta igualdad, fijando de antemano en el alma del niño las semejanzas esenciales que exige la vida colectiva. Pero, por otra parte toda cooperación sin una cierta diversidad, sería imposible: la educación asegura la persistencia de esta diversidad necesaria, diversificándose y especializándose ella misma (no como la flexibilización que hoy nos imponen los grandes capitales). Si la sociedad llegó a este grado de desarrollo, en el cual las antiguas divisiones en castas y en clases no pueden ya mantenerse, ella prescribirá una educación más unitaria en su base. Si en el mismo momento, el trabajo está más dividido, esa educación provocará en los niños, sobre un primer fondo de ideas y de sentimientos comunes, una diversidad más rica de aptitudes profesionales. Si vive en estado de guerra con las sociedades ambientes, se esfuerza por formar los espíritus según un modelo fuertemente nacional; si la concurrencia internacional toma una forma más pacífica, el tipo que ella pretende realizar es más general y más humano.
La educación no es pues, en sí misma, más que el medio con que prepara en el corazón de los niños las condiciones esenciales de su propia existencia. Veremos más adelante cómo el mismo individuo tiene interés en someterse a estas exigencias.
Llegamos, pues, al primer principio educativo histórico: La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que todavía no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales, que exigen de él la sociedad política en su conjunto y el medio especial al que está particularmente destinado.
3.     Carácter social de la educación.
Resulta de la definición precedente que la educación consiste en una socialización metódica de la generación joven. En cada uno de nosotros puede decirse existen dos seres que, no siendo inseparables sino por abstracción, no dejan de ser distintos. El uno está hecho de todos los estados mentales que se refieren únicamente a nosotros mismos y a los sucesos de nuestra vida personal: es lo que podría llamarse el ser individual. El otro es un sistema de ideas, de sentimientos y de hábitos que expresan en nosotros, no nuestra personalidad, sino el grupo, o los grupos diferentes, de los cuales formamos parte; tales son las creencias religiosas, las creencias y las prácticas morales, las tradiciones nacionales o profesionales, las opiniones colectivas de todo género. Su conjunto forma el ser social. Constituir este ser en cada uno de nosotros, es el fin de la educación.
Así es, además, como mejor se demuestra la importancia de su papel y la fecundidad de su acción. Espontáneamente, el hombre no tendía a someterse a una autoridad política, a respetar una disciplina moral, a consagrarse y a sacrificarse. No había nada en nuestra naturaleza congénita que nos predispusiese necesariamente a venir a ser los servidores de divinidades, emblemas simbólicos de la sociedad, a rendirles un culto, a privarnos de algo para prestarles honores. Fue la sociedad misma la que, según se iba formando y consolidando, sacó de su propio seno estas grandes fuerzas morales ante las cuales el hombre ha sentido su inferioridad. Ahora bien, si hacemos abstracción de las vagas e inciertas tendencias que pueden ser debidas a la herencia, el niño, al entrar en la vida, no aporta más que su naturaleza individual.
La sociedad se encuentra, pues, a cada nueva generación en presencia de una tabla casi rasa, en la cual tendrá que construir con nuevo trabajo. Hace falta que, por las vías más rápidas, al ser egoísta y asocial que acaba de nacer, agregue ella otro, capaz de llevar una vida moral y social. He ahí cuál es la obra de la educación, y bien se deja ver toda su importancia.
No se limita a desarrollar el organismo individual en el sentido indicado por la naturaleza, a tornar aparentes fuerzas ocultas, que no piden más que revelarse. Ella crea en el hombre un ser nuevo. Esta virtud creadora es, además, un privilegio especial del ser humano integral.
Es mediante la educación como la transmisión de la creatividad se hace.
Llegamos así al punto de contestar a una cuestión suscitada por todo lo que precede. Mientras que la sociedad forma, según sus necesidades, a los individuos, podía parecer que éstos sufrían con ello una insoportable tiranía. Pero, en realidad, ellos mismos tienen interés en esta sumisión; porque el nuevo ser que la acción colectiva edifica, mediante la educación, en cada uno de nosotros, representa lo que hay de mejor en nosotros, de propiamente humano.
El hombre, en efecto, no es hombre más que porque vive en Sociedad. Es difícil, en el curso de un artículo, demostrar con rigor una proposición tan general, tan importante y que resume los trabajos de los  sociólogos contemporáneos. Pero, desde luego, puede afirmarse que ella es cada vez menos impugnada. Además, no es imposible recordar someramente los hechos más esenciales que la justifican.
En primer término, si existe hoy día un hecho, históricamente establecido, es que la moral tiene una relación estrecha con la naturaleza de las sociedades, ya que, como hemos mostrado de paso, ella cambia cuando las sociedades cambian (el ejemplo más claro lo tenemos en la sociedad conyugal). Es, pues, cierto que ella es una resultante de la vida en común. Es la sociedad, en efecto, quien nos saca fuera de nosotros mismos, quien nos obliga a contar con otros intereses diferentes de los nuestros; es ella quien nos enseña a dominar nuestras pasiones, nuestros instintos, a imponerles una ley, a molestarnos, a privarnos, a sacrificarnos, a subordinar nuestros fines personales a fines más altos. Todo el sistema de representación que mantiene en nosotros la idea y el sentimiento de la regla, de la disciplina, lo mismo interna que externa, es la sociedad quien lo instituyó en nuestras conciencias. Así es como hemos adquirido este poder de resistencia contra nosotros mismos, este dominio sobre nuestras tendencias, que es uno de los rasgos distintivos de la fisonomía humana y que se encuentra tanto más desarrollada cuanto más plenamente somos hombres.
Todas estas ideas fundamentales están perpetuamente en evolución: es que son el resumen, la resultante de todo el trabajo científico lejos de su punto de partida, como creía Pestalozzi.
Nosotros no nos representamos al hombre, la naturaleza, las causas, el espacio mismo, como se los representaban en la Edad Media: es que nuestros conocimientos y nuestros métodos científicos no son ya los mismos. Ahora bien, la ciencia es una obra colectiva, puesto que supone una vasta cooperación de todos los sabios, no sólo de un mismo tiempo, sino de todas las épocas sucesivas de la historia.
Antes de haberse constituido las ciencias, la religión llenaba la misma función: porque toda mitología consiste en una representación, ya muy elaborada, del hombre y del universo. La ciencia, además, fue heredera de la religión. Y una religión es una institución social.
Al aprender una lengua, aprendemos todo un sistema de ideas distintas y clasificadas, y heredamos todo el trabajo de donde salieron esas clasificaciones, que resumen siglos de experiencias. Hay más: sin el lenguaje no tendríamos, ideas generales, puesto que es la palabra la que, fijándolas, da a los conceptos una consistencia suficiente para que puedan ser cómodamente manejados por el espíritu. Es, pues, el lenguaje lo que nos ha permitido elevarnos por encima de la sensación pura, y no hay necesidad de demostrar que el lenguaje (oral y escrito) es, en el más alto grado, una cosa social.
Se deja ver, por estos pocos ejemplos, a qué quedaría reducido el hombre si se le despojara de todo lo que le viene de la sociedad: caería en el rango del animal. Si ha podido transponer el estadio en que se detuvieron los animales ha sido, primero, porque no está reducido al solo producto de sus esfuerzos personales, sino que coopera regularmente con sus semejantes, lo que refuerza la resultante de la actividad de cada uno. Luego, y principalmente” porque los productos del trabajo de una generación no quedan perdidos para la que la sigue. De lo que un animal haya podido aprender en el curso de su existencia individual, casi nada puede sobrevivirle. Por el contrario, los resultados de la experiencia humana se conservan casi íntegramente y hasta en los detalles, gracias a los libros, a los monumentos representativos, a los utensilios, a los instrumentos de toda clase que se transmiten de generación en generación, a la tradición oral, etc.
Cada vez que una generación se extingue, y viene otra a sustituirla, la sabiduría humana se acumula sin cesar, y esta acumulación indefinida es la que eleva al hombre por encima del animal y por encima de sí mismo.
Pero, igual que con la cooperación de que tratábamos antes, esta acumulación no es posible más que en la sociedad y por la sociedad. Pues para que el legado de cada generación pueda conservarse y añadirse a los otros, hace falta que exista una personalidad moral que perdure más allá de las generaciones que pasan, que ligue unas a las otras: es la sociedad. Así, el antagonismo, que con excesiva frecuencia se ha admitido que existe entre la sociedad y el individuo, no corresponde a nada en los hechos. Muy lejos de que estos dos términos se opongan y no puedan desarrollarse más que en sentido inverso uno del otro, se implican mutuamente. El individuo, al querer a la sociedad, se quiere a sí mismo. La acción que ésta ejerce sobre él, señaladamente por medio de la educación, no tiene, de ningún modo, como objeto y como efecto, comprimirle, disminuirle, desnaturalizarle; sino, por el contrario, engrandecerle y hacer de él un ser verdaderamente humano.
Es cierto que no puede engrandecerse a sí mismo, más que poniendo su esfuerzo. Pero es que, precisamente, la facultad de hacer voluntariamente un esfuerzo es una de las características más esenciales del hombre.
4.  El Estado y su papel en el proceso educativo.
Esta definición de la educación permite resolver fácilmente la cuestión, tan debatida, de los deberes y los derechos del Estado en materia de educación.
Se les opone los derechos de la familia. El niño, se dice, pertenece primeramente a sus padres; es, pues, a éstos a quienes toca dirigir, como ellos entiendan, su desarrollo intelectual y moral.
Se concibe entonces la educación como una cosa esencialmente privada y doméstica. Colocados en este punto de vista, la tendencia natural es reducir al mínimo posible la intervención del Estado en la materia. Este debería, se dice, limitarse o servir de auxiliar y de sustituto a las familias. Cuando éstas no se encuentran en estado de cumplir sus deberes, es natural que aquél se encargue de ello. Es hasta natural que les haga su tarea lo más fácil posible, poniendo a su disposición escuelas donde puedan, si quieren, enviar a sus hijos. Pero debe concretarse estrictamente a estos límites, y prescindir de toda acción positiva destinada a imprimir una orientación determinada en el espíritu de la juventud.
Pero no debe, ni mucho menos, limitarse a un papel tan negativo. Si, como hemos tratado de establecer, la educación tiene antes que nada una función colectiva; si tiene por objeto adaptar el niño al medio social en que está destinado a vivir, es imposible que la sociedad se desinterese de semejante operación. ¿Cómo podría estar ausente, cuando es ella el punto de referencia por el cual la educación debe dirigir su acción? Es a ella a quien corresponde recordar incesantemente al maestro cuáles son las ideas, los sentimientos que hay que imprimir en el niño para ponerle en armonía con el medio en que debe vivir. Si no estuviera siempre presente y vigilante, para obligar a la acción pedagógica a ejercerse en un sentido social, ésta se pondría necesariamente al servicio de creencias particulares, y la grande alma de la patria se dividiría y se resolvería en una multitud incoherente de pequeñas almas fragmentarias, en conflicto unas con otras.

No se puede ir de manera más completa contra el objeto fundamental de toda educación. Hay que elegir: si atribuimos algún valor a la existencia de la sociedad -y acabamos de ver lo que ella es para nosotros- hace falta que la educación asegure entre los ciudadanos una suficiente comunión de ideas y de sentimientos, sin la cual toda sociedad es imposible; y para que ella pueda producir este resultado, importa mucho que no quede por completo abandonada al arbitrio de los particulares.

Desde el momento en que la educación es una función esencialmente social, el Estado no puede desinteresarse de ella. Por el contrario, todo Lo que es educación debe estar, hasta cierto punto, sometido a su acción. No quiere esto decir que deba necesariamente monopolizar la enseñanza. La cuestión es demasiado compleja para que se la pueda tratar así, de paso; la reservaremos para otra ocasión. Puede creerse que los progresos escolares son más fáciles y más rápidos donde se deje cierto margen a las iniciativas individuales; porque el individuo tiene más propensión a ser innovador que el Estado. Pero que el Estado deba, por interés público, dejar que se abran otras escuelas además de aquellas en que su responsabilidad es más directa, no quiere decir que deba desentenderse de lo que pasa en ellas. Por el contrario, la educación que se da allí, debe quedar sometida a su inspección.
No llega a ser admisible que la función de educador pueda ser desempeñada por alguien que no presente garantías especiales, de las cuales es el Estado el único juez. Sin duda, los límites en que debe mantenerse su intervención, pueden ser bastante difíciles de determinar siempre. No hay escuela que pueda reclamar el derecho de dar con toda libertad, una educación antisocial. Sin embargo, hemos de reconocer que el estado de división en que se encuentran actualmente los espíritus en nuestro México, hace que sea particularmente delicado este deber del Estado, al mismo tiempo que más importante.

En efecto, no pertenece al Estado el crear esa comunidad de ideas y de sentimientos sin la cual no hay sociedad; debe ésta constituirse por sí misma, y el Estado sólo puede consagrarla, sostenerla, hacer que sea más consciente en los particulares.

Ahora bien, es desgraciadamente innegable que, en nuestro país, esa unidad moral no es, en todos los puntos, lo que debería ser. Estamos divididos entre conceptos divergentes y algunas veces hasta contradictorios. Hay en estas divergencias un hecho que es imposible negar y que hay que tener en cuenta. No puede ser cuestión el reconocer a la mayoría el derecho de imponer sus ideas a los hijos de la minoría. La escuela nunca podrá ser el negocio de un partido, y el maestro falta a sus deberes cuando emplea la autoridad de que dispone, para arrastrar a sus alumnos por el camino de sus prejuicios, por muy justificados que puedan parecerle. Pero, a pesar de todas estas disidencias, existen ya hoy, en la base de nuestra civilización, un cierto número de principios que, implícita o explícitamente, son comunes a todos, principios que muy pocos se atreven a negar abiertamente y de frente: respeto a la razón, a la ciencia, a las ideas y a los sentimientos que están en la base de la moral democrática. La función del Estado es abrir paso a estos principios esenciales, hacer que sean enseñados en las escuelas, velar para que en ninguna parte se consienta que los ignoren los niños, por que en todas partes se hable de ellos con el debido respeto. Hay, en este punto, una acción que debe ejercerse y que será quizá tanto más eficaz cuanto menos agresiva sea y menos violenta, y cuanto mejor sepa contenerse dentro de discretos límites.
5.  El poder de la educación y del maestro.
Después de haber determinado el objeto de la educación, importa que tratemos de determinar cómo y en qué medida se puede alcanzar la eficacia educativa.

La cuestión ha sido siempre muy debatida. Para Fontenelle, ni la buena educación hace el buen carácter, ni la mala lo destruye.

Por el contrario, para Locke,  la educación lo puede todo. Según este último, todos los hombres nacen iguales y con aptitudes iguales; sólo la educación hace las diferencias.

Por otro lado, se puede admitir de una manera general que esas tendencias congénitas son muy fuertes, muy difíciles de destruir o de transformar radicalmente, porque dependen de condiciones orgánicas en las cuales el educador puede influir muy poco. Por lo tanto, en la medida en que ellas tienen un objeto definido, en que ellas inclinan el espíritu y el carácter hacia ciertas maneras de obrar y de pensar, estrechamente determinadas, todo el porvenir del individuo se encuentra determinado de antemano, y no queda mucho que hacer a la educación.

Pero, afortunadamente, una de las características del hombre es que las predisposiciones innatas son en él muy generales y muy vagas. En efecto, el tipo de la predisposición definida, rígida, invariable, que no deja lugar a la acción de las causas exteriores, es el instinto. Ahora bien, podemos, preguntarnos si existe en el hombre un único instinto, propiamente dicho.
Se habla algunas veces del instinto de conservación; pero la expresión es impropia. Porque un instinto es un sistema de movimientos determinados, siempre los mismos, que, una vez reemplazados por la sensación, se encadenan automáticamente unos a otros, hasta que llegan a su término natural, sin que la reflexión tenga nada que ver con ello; ahora bien, los movimientos que nosotros hacemos, cuando nuestra vida está en peligro, no tienen en modo alguno esa determinación ni esa invariabilidad automática. Cambian según las situaciones; los apropiamos a las circunstancias: quiere decirse que no deja de acompañarles cierta elección consciente, aunque rápida. Lo que llamamos instinto de conservación no es, al fin y al cabo, otra cosa que un impulso general a huir de la muerte, sin que los medios con que tratamos de evitarla estén predeterminados de una vez para todas.

Puede decirse, lo mismo de lo que a veces llamamos, con no menor inexactitud, el instinto maternal, el instinto paternal, y hasta el instinto sexual. Son impulsos en una dirección; pero los medios por los cuales esos impulsos llegan a la acción, cambian de individuo a individuo, de una ocasión a otra. Mucho campo queda, pues, reservado a los tanteos, a las particularidades personales y, por tanto, a la acción de las causas, que no pueden hacer sentir su influjo, sí no es después del nacimiento.

Ahora bien, la educación es una de estas causas.

Se ha pretendido, es cierto, que el niño “heredaba” en ocasiones una tendencia muy fuerte hacia un acto definido, como el suicidio, el robo, el asesinato, la homofobia, el fraude, etc. Pero estas afirmaciones no están, en ningún sentido, de acuerdo con los hechos. A pesar de cuanto se ha dicho, no se nace criminal; mucho menos está uno destinado, desde que nace, a tal o cual género de crimen. Lo que se hereda es cierta falta de equilibrio mental, que hace al individuo más refractario a una conducta seguida y disciplinada. Pero un temperamento semejante no predispone más a un hombre para ser criminal que explorador, enamorado de aventuras, o profeta, innovador, político, inventor, etc. Se puede decir lo mismo de todas las aptitudes profesionales. Como observa Bain, el hijo de un gran filólogo, no hereda un único vocablo; el hijo de un gran explorador puede quedar, en la escuela, muy inferior en geografía al hijo de un minero.

Lo que el niño recibe de sus padres son facultades muy generales; es algún poder de atención, cierta dosis de perseverancia, un juicio sano, imaginación, etc. Pero cada una de estas facultades puede servir a toda clase de fines diferentes. Un niño dotado de imaginación bastante viva podrá, según las circunstancias, según los influjos que se hagan sentir alrededor suyo, llegar a ser un pintor o un poeta, o un ingeniero de espíritu inventivo, o un financiero atrevido. Hay pues, una separación considerable entre las cualidades naturales y la forma especial que éstas deben tomar para ser utilizadas en la vida. Es decir, que el porvenir no está estrechamente predeterminado por nuestra constitución congénita. La razón es fácil de comprender. Las únicas formas de actividad que pueden trasmitirse hereditariamente son las que se repiten siempre de una manera bastante idéntica para poder fijarse bajo una forma rígida en los tejidos del organismo.

Ahora bien, la vida humana depende de condiciones múltiples, complejas, y, por consiguiente, mutables; ella misma tiene que cambiar y modificarse sin cesar. Por lo tanto, es imposible que cristalice bajo ninguna forma definida y definitiva. Pero sólo disposiciones muy generales, muy vagas, expresando los caracteres comunes a todas las experiencias particulares, pueden sobrevivir y pasar de una generación a otra.

Decir que los caracteres innatos son, por lo común, muy generales, es decir que son muy maleables, muy flexibles, puesto que pueden recibir determinaciones muy diferentes.
Entre las virtualidades indecisas que constituyen el hombre en el momento en que acaba de nacer, y el personaje muy definido en que debe transformarse para desempeñar en la sociedad un papel útil, la distancia es considerable. Esta distancia es la que la educación debe hacer recorrer al niño. Se ve que a su acción se ofrece un vasto campo.
Más, para ejercer esta acción, ¿tiene medios suficientemente enérgicos?
Para dar una idea de lo que constituye la acción educativa y mostrar su fuerza, un psicólogo contemporáneo, Guyau, la comparó a la sugestión hipnótica; y el símil no deja de tener fundamento.

1° El niño se halla naturalmente en un estado de pasividad absolutamente comparable a aquel en que el hipnotizado se encuentra artificialmente colocado. Su conciencia no contiene todavía más que un pequeño número de representaciones capaces para luchar contra las que le son sugeridas; su voluntad es todavía rudimentaria. Así es muy fácilmente sugestionable. Por la misma razón es muy accesible al contagio del ejemplo, muy propensa a la imitación.

2° El ascendiente que el maestro tiene naturalmente sobre su discípulo, con motivo de la superioridad de su experiencia y de su cultura, dará naturalmente a su acción la fuerza eficaz que le es necesaria.

Esta aproximación muestra cómo no es cierto que el educador se encuentre desarmado; porque ya se sabe cuánta es la fuerza de la sugestión hipnótica.

Si, pues, la acción educativa tiene aunque sólo sea en menor grado, una eficacia análoga, es permitido esperar mucho de ella con tal de saberla utilizar. Lejos de que debamos desanimarnos por nuestra impotencia, tenemos, más bien, motivo de asustarnos de la extensión de nuestro poder. Si los maestros y los padres sintiesen, de una manera más constante, que nada puede pasar ante el niño sin dejar huella en él; que la forma particular de su espíritu y de su carácter depende de esos miles de pequeñas acciones insensibles que se producen a cada instante, y a las que no prestamos atención a causa de su insignificancia aparente, ¡como tendrían más cuidado con su lenguaje y con su conducta! Seguramente, la educación no puede llegar a grandes resultados cuando procede por golpes bruscos e intermitentes.

Según dice Herbart, no es reprendiendo al niño con vehemencia, de tiempo en tiempo, como se puede actuar fuertemente sobre él. Pero cuando la educación es paciente y continua, cuando no busca los éxitos inmediatos y aparentes, sino que insiste con lentitud en un sentido bien determinado, sin dejarse desviar por los incidentes exteriores y las circunstancias adventicias, entonces dispone de todos los medios necesarios para impresionar hondamente las almas.

Al mismo tiempo se ve cuál es el resorte esencial de la acción educativa. Lo que hace el influjo del magnetizador, es la autoridad que él saca de las circunstancias. Puede decirse, por analogía, que la educación debe ser esencialmente cosa de autoridad. Esta importante proposición puede, además, establecerse directamente.

En efecto, hemos visto que la educación tiene por objeto sobreponer al ser individual y asocial, que somos al nacer, un ser enteramente nuevo. Ella debe llevamos a rebasar nuestra naturaleza inicial; debido a esta condición, el niño se hará hombre.

Queda el deber. El sentimiento del deber: he ahí, en efecto, cuál es para el niño, y aun para el adulto, el estimulo del esfuerzo por excelencia. El mismo amor propio lo supone. Porque, para ser sensible, como conviene, a los castigos (no maltrato) y a las recompensas, hace falta ya tener conciencia de su dignidad y, por tanto, de su deber. Pero el niño no puede conocer el deber sino gracias a sus maestros o a sus padres; no puede saber lo que es, más que por la manera cómo ellos se lo revelan, por su lenguaje y por su conducta. Tienen, pues, éstos, que ser, para él, el deber encarnado y personificado. Equivale a decir que la autoridad moral es la principal cualidad del educador. Porque es por la autoridad que reside en él, por lo que el deber es el deber. Lo que él tiene de absolutamente sui generis, es el tono imperativo con que habla a las conciencias; el respeto que inspira a las voluntades y las hace inclinarse a él desde que ha sido pronunciado. Por consiguiente, es indispensable que impresión del mismo género se desprenda de la persona del maestro.

No hace falta mostrar que la autoridad, entendida así, no tiene nada de violento ni de compresivo; consiste enteramente en un cierto ascendiente moral. Supone realizadas en el maestro dos condiciones principales. Importa primero que éste tenga voluntad. Porque la autoridad implica la confianza, y el niño no puede dar su confianza a una persona a quien vea vacilar, tergiversar, volverse atrás en sus decisiones. Pero esta primera condición no es la más esencial. Lo que importa, antes que nada, es que la autoridad, de que él debe dar la sensación, la sienta realmente el maestro en sí mismo. Constituye ésta una fuerza que él no podrá manifestar si efectivamente no la posee. Ahora bien: ¿de dónde puede venirle esta fuerza? ¿Será del poder material de que está investido, del derecho que tiene de castigar y de recompensar? Pero el temor al castigo es cosa completamente distinta del respeto a la autoridad. Aquél sólo tiene valor moral, si quien sufre el castigo lo tiene por justo: lo que sobreentiende que la autoridad que castiga está ya reconocida como legítima. Esto es lo que se halla en cuestión.

No es de fuera de donde el maestro puede recibir su autoridad; es de sí mismo; ésta sólo puede venirle de una fe interior. Hace falta que él crea, no en sí mismo, sin duda; no en las cualidades superiores de su inteligencia o de su corazón, sino en su misión y en la grandeza de su misión. Lo que crea la autoridad de que tan fácilmente se reviste la palabra del sacerdote, es la alta idea que éste tiene de su misión; porque habla en nombre de un dios de quien se cree, de quien se siente más próximo que la multitud de los profanos.

El maestro laico puede y debe tener algo de este sentimiento. También él es el órgano de una gran personalidad moral que le es superior: la sociedad. Como el sacerdote es el intérprete de su dios, él es el intérprete de las grandes ideas morales de su tiempo y de su país. De ahí la importancia de su participación política en los asuntos sociales.

Que esté unido a sus ideas, que sienta toda su grandeza, y la autoridad que reside en ellas, y cuya conciencia tiene, no podrá dejar de comunicarse a su persona y a todo lo que emana de ella. En una autoridad que proviene de una fuente tan impersonal, no puede entrar orgullo, ni vanidad, ni pedantería. Está formada enteramente por el respeto que el maestro tiene a sus funciones, y, si puede hablarse así, a su ministerio a su misión. Es este respeto lo que, mediante la palabra, el gesto, pasa de su conciencia a la conciencia del niño.

Algunas veces se ha puesto en oposición la libertad y la autoridad, como si estos dos factores de la educación se contradijeran y se limitaran el uno al otro. Pero esta oposición es ficticia. En realidad, estos dos términos, lejos de excluirse, se sobreentienden mutuamente. La libertad es hija de la autoridad bien entendida. Porque ser libre no es hacer lo que a uno le plazca: es ser señor de sí, es saber proceder con la razón y cumplir su deber.

Y precisamente en dotar al niño de este dominio de sí mismo es en lo que debe emplearse la autoridad del maestro. La autoridad del maestro no es otra cosa que un aspecto de la autoridad del deber y de la razón. El niño debe, pues, acostumbrarse a reconocerla en la palabra del educador, y a recibir su influjo; gracias a esta condición es como, más tarde, podrá encontrar la autoridad en su conciencia y se conformará con ella.

Por ello nosotros como educadores, y de cara a las condiciones que se presentan en nuestro entorno laboral debemos emprender acciones que articulen elementos específicos, las habilidades que debemos fortalecer en nuestra actividad profesional  para lograr un perfil idóneo del alumno egresado de nuestras aulas , desarrollando estrategias de formación permanente  que acompañarán al colectivo docente en el arduo camino para mejorar el currículo en el sentido más amplio.

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